Sucede cuando menos te lo esperas, alguien en quien confías te muestra un nuevo camino, te hace fijar tu atención en el elefante que está parado en mitad de la habitación y que tú, inexplicablemente, aún no habías visto. Existen dos opciones, o miras para otro lado y sigues fingiendo no notar la presencia del animal de 4 toneladas aunque el mismo te esté dando toquecitos en el hombro con la trompa, o asumes el irrefutable hecho de que viviendo en un tercero va a ser difícil sacar al paquidermo de tu salón (tu vida) y has de asumir la gestión de tal animal. Una vez tomada la segunda opción (si eres de los que escogerían la primera este post termina aquí, gracias por tu visita), le invade a uno una sensación de euforia indescriptible. –¡¡¡¡Tengo un elefante!!!! Un espléndido ejemplar de más de 3 metros de altura con unos magníficos colmillos y grandísimas orejas. Va a ser increíble pasear por la ciudad acompañado por tan noble y adorable ser! La vida se ilumina, se abren ante ti posibilidades infinitas, te sientes libre y te preguntas cómo es posible que nunca antes te fijaras en Pollyanna (resulta que es elefanta y se te ocurre llamarla como al personaje de un libro infantil que leíste de pequeño, una niña huérfana que era adoptada por unos tíos y se dedicaba a ver siempre el lado bueno de cada problema que surgía a su alrededor, haciendo más agradable la vida de aquellos que la rodeaban); ella te mira, te guiña un ojo y mueve con coquetería unas pestañas larguísimas.
Tú no sabes qué hacer con Pollyanna, como mucho has tenido alguna vez un perro o un gato, o incluso un hamster o una tortuga que te regalaron en la infancia y un día, como te dijo Mamá, escapó hacia el mar por el sumidero de la bañera, pero esto es muy distinto; así que pides consejo a quien te hizo fijarte en tu nueva compañía, que casualmente también tiene a su cargo un elefante grande y majestuoso y que curiosamente nunca habías observado, a pesar de acompañarle a todas partes. Te cuenta que tener un elefante es lo más natural del mundo, que hay otra gente que los tiene, que te cambiará la vida y que sentirás mucha más coherencia en todo lo que hagas. A ti no te cabe ninguna duda de que esto es totalmente cierto, no hay más que mirar a Pollyanna para sentirse en paz con el universo, los elefantes son seres maravillosos.
Pero a partir de ahí comienzan a aparecer los inconvenientes. Hacerse cargo de un elefante es, aparte de complicado e incómodo, toda una responsabilidad. A este tipo de animal no le vale con que le cambies el agua y la comida todos los días, un elefante exige coherencia en el trato y mucha sinceridad, aparte de altísimas dotes de paciencia y serenidad. Uno no se vuelve cuidador de elefantes de la noche a la mañana, el primer día al despertarte encuentras a tu nueva amiga expectante, con los ojos muy abiertos esperando a que te levantes de la cama. De corazón, te lanzarías a abrazarla y dejarte llevar por ella hasta el fin del mundo, pero tu mente no está de acuerdo con el plan. Hacen su aparición los miedos –¿Me aplastará?, ¿seré lo suficientemente alto para cumplir sus expectativas?, ¿le gustará la música brasileña?, ¿será carnívora? Y también -¿qué dirán los demás cuando me vean caminar con un elefante?. Te das cuenta de que estás solo y de que aparte de la persona que se convirtió en tu guía introductorio en el mundo elefantil, no conoces a nadie más que cuide de un elefante. En tu círculo (y en el mundo en general), la gente se mueve sin animales a su vera; es más, resulta bastante complicado transmitirles tu condición de cuidador, piensas que no lo entenderían y decides mantenerlo en secreto. Tu estás seguro de que si por un momento mirasen sin prejuicios a su alrededor, muchos de ellos encontrarían a su elefante particular y su vida se llenaría de alegría, tal como tu empiezas a vislumbrar las posibilidades de la tuya, pero también sabes que esa mirada tiene que abrirse desde dentro.
También te das cuenta de que a ti mismo te resulta muy difícil cambiar todas las creencias y patrones que llevas reafirmando años y años, que aunque las tripas tengan clarísimo que tú has cambiado, que has despertado, tu cerebro vuelve a aguarte la fiesta. Te sorprendes pensando en cómo era tu vida cuando te dejabas llevar por la corriente dominante, lo cómodo que era no cuestionarse nada, sentirse aceptado dentro del rebaño. Y empieza a doler (un dolor que, muy probablemente se instalará para siempre como una posibilidad cotidiana). Te sientes un bicho raro, un Gregorio Samsa cualquiera. Llegas a maldecir la maldita hora en que se te ocurrió elegir la píldora roja. Caes en la cuenta de que no hay vuelta atrás, que has cruzado una puerta sin retorno, es imposible volver a la insulsa comodidad de antes, es el precio y el premio de la lucidez. Solo falta que el cielo, como en Asterix, caiga sobre tu cabeza… Pero no, justo eso no ocurrirá nunca, porque has ganado el cielo, la libertad interior, la responsabilidad sobre tu vida y por tanto la capacidad para cambiarla. Nunca volverás a ser el mismo.
Saludos desde la luz.